23 enero 2007

Diálogos con la señora Amaia, toda una relación odio-odio-amor-odio-amor:

1: Tierna infancia en Eibar.

Haciendo recuento de lo que has tenido que padecer, ciertos aspectos de tu vida cobran sentido, cosas como tu tendencia al alarido o tu variadito de úlceras.

Siempre he sido muy creativo, sobre todo en cuanto a hacer el mal se refiere: intrincados planes que se ejecutan donde no hay ganadores, sólo perdedores o “muy perdedores”, pero, como dice Piedrahita, es que el afán de investigación me puede madre. De todos modos no me digas que no nos hemos divertido mucho… no? Bueno, yo si.

Aunque pensando, pensando… oye chata, que tú también has hecho de las tuyas, durante decenios he sido tu sufrida marioneta, víctima de experimentos que harían estremecerse a científicos nazis, y es que más que un mal hijo veo que era un simple crío tratando de defenderse ante tu mano opresora, un débil ser que sólo contaba con su inventiva, un taller con herramientas y varios depósitos de gasolina… y cierta tendencia al desastre, mas bien a “disfrutar” con el desastre.

En este repasito a nuestra compleja relación querida mamuchi vamos a destapar todos esos deliciosos momentos que se han convertido en frustraciones y desviaciones de colores en mi persona y en pérdida de lustros de vida y coloración capilar en la tuya.

Comenzamos por el principio, tú pariendo: por lo visto nada más nacer tu cara fue de decepción ya que tu deseo era que yo fuese niña y no ese bicho con pitilín y una espesa mata de pelo negro que arrojaste al mundo. Jodó madre, yo currándome una buena entrada entre coreografías de churretones de sangre y placenta (ya lo siento pero no me habías dado mucho más material para el espectáculo) y lo primero que oigo es:

-Ay, que pena, es un niño, con la ilusión que me hacía una niña, en fin, tendré que quererlo igual verdad señor médico?

Pues no madre, esas no son maneras, creo que ese fué el momento en que comprendí que nuestra relación iba a ser compleja, (¿existe alguna relación madre hijo que no lo sea?) y tú decidiste que ya había llegado el momento de dejar de ser niño para convertirme en hombre, ¿Cómo se hace eso? No estoy seguro de saberlo, pero segurísimo que tú tampoco, o al menos no sin pack de traumas.

Pocos recuerdos guardo de mis primeros años de vida en Eibar: uno simple y muy hermoso; un día de invierno nevando mientras jugaba en un jardincillo en frente de la guardería, creo que fue mi primer contacto con la nieve y me encantó, tanto me gustó y tanto disfruté que el destino decidió que ahí acabarían mis alegrías.

En el siguiente recuerdo me veo durmiendo con mi madre en casa de mi abuela; me abrazaba mientras intentaba hacerme dormir pero yo estaba preocupado, tenía la cara vendada y olía de forma extraña. La muy coqueta se había operado la nariz pero no me lo dijo así, en lugar de ello no se le ocurre otra cosa que decirme que unos niños de un parque le habían tirado una piedra.

Dios mío, pero en qué mundo estoy viviendo? Y si le hacen eso a mi madre ¿qué podrían hacerme a mí? Por lo visto los niños tenían prácticamente mi edad, y para divertirse le habían tirado una piedra a mi señora madre en todo el careto… pero ¿qué juventud es esta? A mi nunca se me ha ocurrido nada parecido, pero cuando esté con mis amigos ¿me dedicaré también a apedrear inocentes por diversión?, y ¿por qué mi madre no está enfadada? ¿No le ha dicho nada a los niños? ¿Acaso acabo de convertirme en adulto y he descubierto la gran verdad? ¿Qué la gente se tira piedras entre sí? Aquel día mi madre me enseñó a pasar una noche en vela por las preocupaciones del día a día.

Siguiente momento hermoso; este es muy duro y desagradable para mí, pero sé que para mi madre también, cierto es que nació de un descuido de ella, pero no imagino lo que puede ser sentirse culpable del dolor de tu hijo, de tu bebé. Yo lo recuerdo como un horrible momento que vivimos juntos. Cierto día estaba yo danzando por casa cuando me acerqué a la cocina, allí mi madre estaba calentando leche en un cazo cuyo mango sobresalía, yo lo vi, me acerqué e intenté agarrarlo a saber con qué intenciones… la leche hirviendo se derramó sobre mí abrasándome las piernas a la altura de los muslos. Doy gracias a Kiko Veneno por no haber permitido que cayese sobre mi cara ya que hoy estaría desfigurado, también gracias a que llevaba pañales mi pitilín hoy luce sonriente, el momento en sí no lo recuerdo, mejor así, sólo sé que pasé un verano con las piernas vendadas sufriendo lo insufrible, llorando horas por el escozor del sudor y la orina de mis pañales sobre mi piel en carne viva pero siempre en brazos de mi madre que entre caricias y palabras dulces hacía suyo mi dolor. Unas terribles cicatrices acompañaron mi infancia, una zona de piel con formas extrañas y color rosado que imaginaba despegándolas de mí como si fuesen una pegatina…

Acojonado como vivía ya en esa casa un día me llevan al circo, Ole ole! No recuerdo qué ví allí, pero sí que me dieron una banderita de plástico con unos elefantes o algún otro motivo circense que yo me empeñaba en hacer saltar agitando el banderín frenéticamente. A saber por qué motivo tú, madre, decidiste ponerme en contacto con agua y jabón, aún a sabiendas de mi tensa relación con dichos elementos. Me estabas lavando las manos cuando el jabón me escupió un chorro al ojo… que escozor Dios mío! Sentía como si el ojo fuese a reventar, y realmente lo deseaba así con tal de que cesase el dolor. Ahí estaba yo sentado sobre las rodillas de mi abuelo (si no recuerdo mal) sollozando, muerto de dolor… eso sí, sin dejar en ningún momento de agitar la banderita.

Como último recuerdo de mi primera etapa en el Euskadi guardo uno muy pintoresco, ¿Te acuerdas madre?, es más, desde hace algunos años he empezado a creer que esa sortija tan mona que luces es fruto de haber vendido mi historia a los guionistas de cierta película; a ver si cuando acabe hay alguien que no sepa cual.

Estando en el que se había convertido ya como el piso de los horrores me cogiste cual marioneta y empezaste a cubrirme de ropa, tenías prisa así que no te paraste en detalles superfluos, tu lanzabas la ropa sobre mí con la idea de que ésta, poco a poco, fuese buscando su sitio sobre mi cuerpecito, olvidando así elementos redundantes como son los calzoncillos.

–¿El pito ya lo tapa el pantalón no? Pues andando.

En el momento en que te ví acercarte con los pantalones ya empecé a notar el aroma de la tragedia, que poco a poco se me hacía cada vez más familiar en aquella casa.

Enfundas mis piernecitas (no se si aún crudas o ya churruscadas y al punto de sal) en unos vaqueros que ya por entonces me parecían diminutos… te veo acercar tu mano a la cremallera… una cremallera metálica con afilados dientes donde jamás debería haber nada afilado, ni nada de dientes… pero valiente como ninguna sujetas el tirador y con esa fuerza sobrehumana que te caracteriza subes la cremallera… hasta la mitad.

-Dios mío, pero ¿que está pasando? ¿Por qué me haces esto madre? Ya se que no soy un buen hijo, que no colaboro en la economía familiar, pero dame tiempo mujer! Que sólo tengo 3 años…

La sensación fue más de desconcierto que de dolor (que no era poco) menos mal que allí estabas tu, madre, para menear bien la cremallera arriba y abajo dejando que aquellos jodidos estiletes cobrasen vida y, con afán de cirujanos entusiasmados por su primera operación, intentasen la variante de “operación de fimosis a mordiscos”.

Yo no me lo creía, cómo podías hacerme eso a mí… al pitilín de tu hijo… pero no contenta con ello y escuchando los gritos de mi pellejito magullado ¡Decides pedir ayuda! ¡A la vecina! Yo no estaba muy puesto en relaciones pito-mujer, pero sabía que eso me acompañaría el resto de mi vida mientras, tirado por el suelo, rogaba que siguieses tú meneando la cremallera con la ilusión de que algo acabaría por romperse.

Pues no, allí llega la vecina, tras una breve explicación se pone de cuclillas inspeccionando el curioso estado de mi pito.

-¿Pero cómo se ha hecho eso este crío?!
-Ya ves, el pobre que es torpe y ni ponerse calzoncillos sabe.
-¡¡¡Perra del averno!!! , ya hablaremos tú y yo.

La vecina propone romper la cremallera, y tú, madre, persona ahorrativa donde las haya, te pones a “negociar” mejores formas de deshacer el entuerto sin tener que provocar destrozos, al menos no en sitios que no se autoregeneren.

Finalmente la cremallera fue justamente destruida y mi pilila liberada cual espada del rey Arturo.

Estos son los únicos recuerdos que guardo en mi memoria de mi vida en Eibar, y lo peor de todo es que recuerdo aquella etapa con nostalgia! Manda huevos.
En la siguiente entrega me mudo a Galicia… y mi madre también.

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